Las
voces del pasado trepan por la espalda a manera de viento súbito. Somos como
una montaña cuya vertiente delantera, más feraz pero más vulnerable, está defendida
por fortificaciones y poblada de huertas, casas, paseos y almacenes; allí se
aprende lo conocido, se teme a lo desconocido y la vida se rige por leyes que
zurcen lo uno con lo otro; en la parte de atrás nadie repara, es más difícil
acceder a ella desde el valle —según rezan los mapas—, casi nunca da el sol y
la vegetación es escasa. Acabamos por olvidarnos de que existe. Y, sin
embargo, por esa grupa atacan de improviso las fantasmales huestes del pasado,
apenas perceptibles, tan sólo una cosquilla. Aquí delante no han llegado nunca,
no pueden hacerme daño —decimos al notar los tenues síntomas—, ni siquiera
merecen atención, como llegan se van por el mismo camino. Pero nos protegemos
el vientre y el pecho con los brazos, cerramos los ojos y aguzamos el oído con
la respiración en suspenso. Suelen aprovechar los tramos de descuido que
preceden al sueño o lo convocan, cuando ya hemos desembarazado de trastos y
envases vacíos nuestra buhardilla; en eso no quiero pensar, en eso tampoco, en
eso tampoco, y es como ir pulsando botones y desenchufando clavijas para que
dejen de zumbar todas las máquinas. Entonces se percibe el sutil traqueteo por
la espina dorsal, no es nada. Pero ahí sigue. ¿Qué dicen esas voces? Bordear la
pregunta es ceder al peligro. ¿Quién está hablando? ¿Desde dónde? Se diría que
desde una boca tan pegada a nuestra piel que el mismo aliento entrecortado
ahoga las palabras que pronuncia. Pero también desde lejos, y esa mezcla de
lejos y cerca mete droga en la sangre. Ecos que trastornan y excitan, que en
vano se procuran ahuyentar, dime más, no oigo bien, ¿quién eres?, ven más cerca.
Lo raro es vivir, Carmen Martín Gaite.
¿más cerca?
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