jueves, 12 de julio de 2012

49.

Las voces del pasado trepan por la espalda a manera de viento súbito. Somos como una montaña cuya ver­tiente delantera, más feraz pero más vulnerable, está de­fendida por fortificaciones y poblada de huertas, casas, paseos y almacenes; allí se aprende lo conocido, se teme a lo desconocido y la vida se rige por leyes que zurcen lo uno con lo otro; en la parte de atrás nadie repara, es más difícil acceder a ella desde el valle —según rezan los ma­pas—, casi nunca da el sol y la vegetación es escasa. Acabamos por olvidarnos de que existe. Y, sin embargo, por esa grupa atacan de improviso las fantasmales huestes del pasado, apenas perceptibles, tan sólo una cosquilla. Aquí delante no han llegado nunca, no pueden hacerme daño —decimos al notar los tenues síntomas—, ni siquiera merecen atención, como llegan se van por el mismo ca­mino. Pero nos protegemos el vientre y el pecho con los brazos, cerramos los ojos y aguzamos el oído con la res­piración en suspenso. Suelen aprovechar los tramos de descuido que preceden al sueño o lo convocan, cuando ya hemos desembarazado de trastos y envases vacíos nuestra buhardilla; en eso no quiero pensar, en eso tampoco, en eso tampoco, y es como ir pulsando botones y desenchufando clavijas para que dejen de zumbar todas las máquinas. Entonces se percibe el sutil traqueteo por la espina dorsal, no es nada. Pero ahí sigue. ¿Qué dicen esas voces? Bordear la pregunta es ceder al peligro. ¿Quién está hablando? ¿Desde dónde? Se diría que desde una boca tan pegada a nuestra piel que el mismo aliento entrecortado ahoga las palabras que pronuncia. Pero también desde lejos, y esa mezcla de lejos y cerca mete droga en la sangre. Ecos que trastornan y excitan, que en vano se procuran ahuyentar, dime más, no oigo bien, ¿quién eres?, ven más cerca.

Lo raro es vivir, Carmen Martín Gaite.

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