Años después de la guerra, después de las bodas, de los hijos, de los
divorcios, de los libros, llegó a París con su mujer. Él le telefoneó. Soy yo.
Ella le reconoció por la voz. Él dijo: sólo quería oír tu voz. Ella dijo: soy
yo, buenos días. Estaba intimidado, tenía miedo, como antes. Su voz, de repente,
temblaba. Y con el temblor, de repente, ella reconoció el acento de China. Sabía
que había empezado a escribir libros. Lo supo por la madre a quien volvió a ver
en Saigón. Y también por el hermano menor, que había estado triste por ella. Y
después ya no supo qué decirle. Y después se lo dijo. Le dijo que era como
antes, que todavía la amaba, que nunca podría dejar de amarla, que la amaría
hasta la muerte.
El amante, Marguerite Duras.
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